15 de mayo de 2014

Encuentro con mi libro favorito

Por Jonathan Muñoz Ovalle

No es la primera vez que me sucede. Fui a la librería en busca de un título pero no lo tenían. Entonces, una de las chicas que atiende me sugirió pedirlo. «Llegaría de dos a seis días hábiles», me informó. Sin embargo, pensé que en otra librería podría encontrar el susodicho libro sin esperar de dos a seis días. Mientras pensaba qué decisión tomar, caminé pensativo por los estantes cuando un libro resaltó a mi vista. Me detuve. Sentí que decía «sácame y mírame, no te irás sin mí». Fui obediente. Al leer la sinopsis me sentí sumamente atraído por la historia; cuando leí las primeras páginas el gancho fue definitivo, preciso, hermoso. El libro indicado y el lector indicado festejaban su encuentro. Incluso, pasó por mi mente la arrogante y absurda idea de que ese libro fue escrito solo para mi. La señorita se acercó y me preguntó: «Entonces, ¿quiere encargar el libro?» «No, muchas gracias. Me llevo este». Salí con un sentimiento triunfal y con mi nuevo hallazgo bajo el brazo, como custodiando un tesoro que se vuelve blanco de las intenciones malignas.

En cuanto subí al auto, pensé a qué cafetería acudir para cerrar con broche de oro mi tarde. Una vez que llegué, pedí un capuchino frío y abrí el libro deprisa, casi con torpeza, como un niño que se pelea con la envoltura de su regalo. Me entregué fascinado a ese boleto que me daba un viaje inolvidable, el cual me hacía soñar con cada palabra, con cada línea, y al cual yo mantenía vivo con mi lectura. Era un intercambio justo, amable, más que fraternal. «Tú me haces soñar con tú historia, yo te mantengo vivo al leerte, a cada respiración de tus párrafos, a cada palpitación de tus páginas.

Pasó el tiempo. Ni siquiera recuerdo en qué momento me llevaron el café a la mesa, lo único que recuerdo es que, según dicen, los libros lo escogen a uno y no a la inversa. ¿Será? 

8 de mayo de 2014

De los cuentos y otras divinidades

Por Jonathan Muñoz Ovalle

Nombres como Juan Rulfo, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Edmundo Valadés, Rosario Castellanos, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, entre otros, forman parte de una lista que se considera inmortal y excelsa. Bendito sea el momento en que cada una de esas plumas latinoamericanas plasmaron sus letras.

Cómo olvidar El llano en llamas [Rulfo], El Guardagujas [Arreola], La mosca que soñaba que era un águila [Monterroso], La muerte tiene permiso [Valadés], Ciudad Real [Castellanos], Casa tomada [Cortázar], La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada [García Márquez], Chac Mool [Fuentes], El Aleph [Borges], entre otros cuentos magistrales.

Todos ellos, hijos pródigos de Cervantes, admiradores de Don Quijote, conciudadanos de La Mancha, de una u otra forma ya hicieron lo suyo, nos labraron y regalaron un camino con huellas de tinta indeleble. Ahora es el turno —y la oportunidad— de nuevos talentos.

Tengo la noción y la esperanza de que el cuento, en todas sus modalidades, tomará fuerza, resurgiendo como no se ha visto hasta hoy. Digo "la esperanza" porque nunca se debe perder, México y Latinoamérica necesitan más lectores, y el cuento es una opción formidable. Pero también digo "la noción" porque día a día los cibernautas —tal vez sin darse cuenta— leen más que nunca. Y si le sumamos que la narrativa breve, sobre todo la hiperbreve, se presentan con más frecuencia en las redes sociales, estamos hablando de una ventana que se abre para atraer nuevos lectores.

Minificción, microcuento, minitexto, ficción súbita, son solo algunos nombres que se le dan a este brevísimo género literario. Y no solo en los nombres hay una variedad que se podría traducir en discrepancia, también la hay en cuanto a su naturaleza, pues algunos dicen que no es un género, sino un subgénero del cuento. La verdad me parece que importan poco estos datos, en comparación con la cantidad de lectores que atrae y que está por atraer este estilo literario. Sin embargo, no es nueva la minificción (como le llamaré para evitar un caos entre tanto nombre), sus raíces datan desde hace siglos. Una minificción de mis predilectas es "El dedo", escrito en el siglo XVI por Feng Meng-Lung:

Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

Pero la brevedad no queda ahí, el maestro Tito Monterroso (Guatemala) es autor del que se considera el cuento más corto en castellano: El dinosaurio.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Esta creación literaria es polémica. Algunos la consideran magistral, otros, una mafufada (me consta porque lo he oído) y otros tantos opinan que no le entienden. Otra minificción igual de breve, escrita por Luis Felipe Lomelí (México), es El emigrante:

¿Olvida usted algo? -¡Ojalá!

Independientemente de cómo se le llame o se le denomine (género o subgénero), esta modalidad toma fuerza y no parece detenerse. Yo festejo el que se abra una nueva ventana para leer y escribir minificciones, gracias a internet. En los blogs, en Facebook y, en especial, en Twitter, se practica la minificción, donde se debe narrar algo en 140 caracteres o menos.

Estoy seguro que de la web nacerá una etapa de narradores y lectores tan fructífera, sincera y trascendental como lo fue hace muchos años, cuando era más común leer que ver televisión. Así que la gran ventana está abierta, ¿quién se quiere asomar y leer, o mejor aún, quién se quiere lanzar y escribir?