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No es la primera vez que me sucede. Fui a la librería en busca
de un título pero no lo tenían. Entonces, una de las chicas que
atiende me sugirió pedirlo. «Llegaría de dos a seis días hábiles», me informó.
Sin embargo, pensé que en otra librería podría encontrar el susodicho libro sin esperar de dos a seis días. Mientras pensaba
qué decisión tomar, caminé pensativo por los estantes cuando
un libro resaltó a mi vista. Me detuve. Sentí que decía «sácame
y mírame, no te irás sin mí». Fui obediente.
Al leer la sinopsis me sentí sumamente atraído por la historia;
cuando leí las primeras páginas el gancho fue definitivo, preciso, hermoso. El libro indicado y el lector indicado festejaban
su encuentro. Incluso, pasó por mi mente la arrogante y absurda idea de que ese libro fue escrito solo para mi. La señorita
se acercó y me preguntó: «Entonces, ¿quiere encargar el libro?» «No, muchas gracias. Me llevo este».
Salí con un sentimiento triunfal y con mi nuevo hallazgo bajo
el brazo, como custodiando un tesoro que se vuelve blanco de
las intenciones malignas.
En cuanto subí al auto, pensé a qué cafetería acudir para cerrar con broche de oro mi tarde. Una vez que llegué, pedí un capuchino frío y abrí el libro deprisa, casi con torpeza, como un niño que se pelea con la envoltura de su regalo. Me entregué fascinado a ese boleto que me daba un viaje inolvidable, el cual me hacía soñar con cada palabra, con cada línea, y al cual yo mantenía vivo con mi lectura. Era un intercambio justo, amable, más que fraternal. «Tú me haces soñar con tú historia, yo te mantengo vivo al leerte, a cada respiración de tus párrafos, a cada palpitación de tus páginas.
Pasó el tiempo. Ni siquiera recuerdo en qué momento me llevaron el café a la mesa, lo único que recuerdo es que, según dicen, los libros lo escogen a uno y no a la inversa. ¿Será? ✍
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